Mira, abuelo, qué puesta de sol. Se nota que te esperaban con los brazos abiertos allá arriba. Mientras los demás nos quedamos aquí con un profundo pesar, echándote de menos a diario, añorando tu cariño, tu paciencia y tu compañía. Sabíamos que en algún momento te reclamarían, pero cuánto me hubiera gustado abrazarte al menos una vez más, a cambio de no hacerlo, me queda el consuelo de pensar que no sufriste y que todo pasó muy rápido. Nunca mi vida volverá a ser igual que antes y me queda la duda de si tú supiste lo importante que fuiste para mí. Toda mi infancia está bañada con tu recuerdo y al irte, es que como si me arrancaran de cuajo todo ese amor incondicional, esa inocencia perdida y en mí solo quedara ya un vacío imposible de aplacar. Tú me enseñaste a montar en bicicleta, de ti aprendí a tener respeto por los demás, que con la educación se llega a cualquier sitio, a los desayunos salados, a ser responsable, a beber a morro de una botella. Gracias por quererme tanto, por hacernos sentir a todos los nietos tan importantes y valiosos, por los aguinaldos, por las calderetas en el pueblo, por dejarme peinarte cuando me aburría y por regañarme de mentirijilla cuando se me caían los juguetes por la terraza o cuando te arañé la barandilla de la escalera sin querer. Todas esas vivencias se quedarán conmigo, eso ni la muerte lo podrá emborronar. Siempre serás mi ejemplo de honradez, de humildad, de saber estar y no puedo recordar un solo instante en el que no estuvieras acertado. A pesar de que el día que te fuiste fue muy triste, todo tenía una belleza especial: la unión de la familia, tu despedida en la iglesia y el atardecer en el cementerio. Te hicimos el homenaje que tú merecías, abuelo. Me quiero quedar con una imagen tuya en mi cabeza y en mi corazón: cuando nos esperabas junto al gran árbol para recibirnos cuando íbamos al pueblo. Mi único deseo es que me estés esperando y me acojas del mismo modo cuando estemos juntos de nuevo.